
Las Casas del Silencio: Arquitectura de la Soledad en la España Vaciada
Un viaje contemplativo por las construcciones abandonadas que guardan la memoria de pueblos olvidados. Donde el silencio se convierte en patrimonio.
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Un viaje contemplativo por las construcciones abandonadas que guardan la memoria de pueblos olvidados. Donde el silencio se convierte en patrimonio.
María GimenoHay un tipo de silencio que solo existe en los lugares abandonados. No es la ausencia de sonido —el viento siempre encuentra una grieta por donde colarse, los pájaros no respetan las fronteras del olvido—, sino algo más profundo: es el silencio de las conversaciones que ya no tendrán lugar, de las puertas que no volverán a abrirse, de las vidas que dejaron su huella en muros que ahora solo contemplan el paso de las nubes.
La España Vaciada es un término que ha ganado tracción política y mediática en los últimos años, pero reducirla a estadísticas demográficas o reivindicaciones territoriales sería perderse lo esencial. Estos territorios —que abarcan buena parte de Castilla y León, Aragón, Extremadura y las zonas interiores de otras comunidades— guardan algo que trasciende lo cuantificable: una arquitectura de la ausencia que, paradójicamente, habla con elocuencia sobre quiénes fuimos y hacia dónde vamos.
Este no es un reportaje sobre despoblación. Es una invitación a caminar por pueblos donde el tiempo se ha detenido de formas distintas: uno resucitado por utopistas, otro preservado como fantasma oficial, el tercero envuelto en leyendas que le dan una segunda vida narrativa. Tres formas de habitar —o de dejar de habitar— el vacío.
El camino a Matavenero comienza donde termina el asfalto. Desde el pueblo de Folgoso de la Ribera, en la comarca del Bierzo leonés, hay que adentrarse a pie por un sendero de montaña que serpentea entre castaños centenarios. Son siete kilómetros que funcionan como rito de paso: con cada metro de desnivel, la España de las autopistas y los centros comerciales se va diluyendo hasta convertirse en un recuerdo improbable.
Lo que encuentras al final del sendero desafía las categorías habituales. Matavenero fue un pueblo minero abandonado en los años sesenta, cuando el éxodo rural vació estas montañas con la misma eficiencia brutal con la que había vaciado las minas de su mineral. Durante décadas, las casas de pizarra se fueron desmoronando en silencio, cubiertas por la vegetación que todo lo reclama.
"Vinimos buscando un lugar donde la vida no estuviera dictada por el reloj ni por el consumo. Encontramos ruinas. Pero en las ruinas vimos posibilidad."— Heinrich, habitante de Matavenero desde 1992
En 1989, un grupo de alemanes que habían participado en el movimiento Rainbow Gathering llegó caminando hasta estas coordenadas buscando un lugar donde materializar ideas que en sus países de origen parecían imposibles: autosuficiencia energética, agricultura ecológica, economía del trueque, decisiones por consenso. Lo que encontraron fue un pueblo fantasma perfecto para el experimento.
Hoy, más de tres décadas después, Matavenero alberga a unas ochenta personas de quince nacionalidades distintas. Las casas originales de pizarra conviven con construcciones nuevas que mezclan técnicas tradicionales —adobe, madera local, tejados de paja— con soluciones contemporáneas como paneles solares y sistemas de fitodepuración. No hay electricidad de red, ni agua corriente municipal, ni tiendas, ni bares. Hay, en cambio, una escuela donde los niños aprenden en alemán y español, un horno comunitario donde se cuece el pan los jueves, y una asamblea semanal donde se debaten desde la gestión de los pastos hasta los conflictos interpersonales.
Caminar por Matavenero es experimentar una extraña superposición temporal. El esqueleto de piedra del pueblo original sigue ahí, legible en las alineaciones de las calles y en los muros que no se reconstruyeron. Pero sobre ese palimpsesto se ha escrito una historia nueva: jardines permaculturales donde antes había corrales, una sauna finlandesa junto al arroyo, una cabaña de meditación en lo que fue un pajar. El silencio del abandono ha sido reemplazado por otro tipo de quietud: la de quienes eligen deliberadamente vivir con menos ruido.
Heinrich, uno de los fundadores originales, lleva treinta años sin televisión ni teléfono móvil. «El problema de la sociedad moderna», me dice mientras preparamos té en su cocina de leña, «no es que haya demasiada información, sino que hay demasiado ruido disfrazado de información. Aquí aprendes a distinguir lo esencial. Y lo esencial cabe en muy poco espacio».

A diferencia de Matavenero, Granadilla no fue abandonada por decisión de sus habitantes. Fue desalojada por decreto. En 1965, el régimen franquista declaró que el pueblo —fundado por los musulmanes en el siglo IX y habitado ininterrumpidamente durante más de mil años— debía ser evacuado para construir el embalse de Gabriel y Galán. Las 1.200 personas que vivían entre sus murallas medievales fueron forzadas a marcharse.
Lo irónico —o lo trágico, según se mire— es que el agua nunca llegó. El nivel del embalse jamás alcanzó la cota del pueblo. Granadilla quedó en un limbo administrativo: demasiado cerca del agua para permitir que volvieran sus vecinos, demasiado seca para justificar su sacrificio. Durante años, las casas se fueron desmoronando mientras el Estado decidía qué hacer con aquel error de cálculo hecho pueblo.
Hoy Granadilla es algo sin categoría clara: un pueblo fantasma que es también monumento histórico, que funciona parcialmente como escuela taller, que recibe visitantes pero no admite residentes. Puedes caminar por sus calles empedradas, subir a la torre del castillo del siglo XV, asomarte a casas que aún conservan los azulejos que eligieron familias que llevan medio siglo sin poder regresar. Pero no puedes quedarte a dormir. El silencio, aquí, tiene propietario.
"Mi abuelo murió sin volver a pisar Granadilla. Decía que no podía soportar ver su casa vacía. Yo vengo cada año. Creo que es una forma de mantener viva la memoria."— Carmen, nieta de desalojados de Granadilla
Lo más perturbador de Granadilla es lo intacta que parece. Las murallas almohades que rodean el casco histórico siguen en pie, restauradas con fondos europeos. La iglesia de la Asunción aún conserva su retablo barroco. Las calles mantienen sus nombres originales: Calle del Humilladero, Calle de la Cárcel, Calle del Castillo. Es como si alguien hubiera pulsado pausa en 1965 y el pueblo estuviera esperando a que alguien pulse play.
Pero nadie va a pulsar play. Los antiguos habitantes están dispersos por Plasencia, por Madrid, por Alemania. Sus hijos y nietos vuelven a veces, organizan asociaciones de memoria, celebran romerías simbólicas. El Estado ha invertido millones en restaurar un pueblo que no piensa devolver. Granadilla se ha convertido en un museo de sí misma: la representación perfecta de un lugar que ya no es lugar, sino recuerdo petrificado.
Paseo por el interior de lo que fue la casa de los Sánchez, según indica un cartel que alguien colocó junto a la puerta. Los muros están restaurados pero el interior está vacío. En el patio crecen hierbas silvestres entre las losas. Intento imaginar a los Sánchez —¿eran agricultores? ¿Tenían hijos? ¿Dónde estarán ahora?— pero la imaginación se queda corta ante tanta ausencia concreta. Esto no es un decorado. Fue una vida.

Si Matavenero es el pueblo resucitado y Granadilla el pueblo congelado, Ochate representa una tercera categoría: el pueblo mitificado. Este pequeño núcleo en el Condado de Treviño —un enclave burgalés rodeado de territorio alavés— lleva décadas siendo conocido como «el pueblo maldito de España», pasto de programas de misterio, excursiones de aficionados a lo paranormal y leyendas que se alimentan de su propia repetición.
La realidad documental es mucho más prosaica. Ochate fue abandonado progresivamente entre finales del siglo XIX y mediados del XX, como tantos otros núcleos rurales afectados por el éxodo a las ciudades industriales. Sus últimos habitantes se marcharon en los años cincuenta. Nada extraordinario: la misma historia que vivieron miles de pueblos en toda España.
Pero en algún momento de los años ochenta, Ochate fue «descubierto» por el periodismo de lo insólito. Se publicaron reportajes sobre supuestas apariciones fantasmales, luces inexplicables, enfermedades misteriosas que habían diezmado a la población. Se habló de un cementerio con tumbas abiertas, de una iglesia donde resonaban cánticos gregoriales en la noche, de visitantes que habían enloquecido tras pasar la noche entre las ruinas. La maquinaria del mito se puso en marcha.
"Los pueblos abandonados son espejos oscuros. Proyectamos en ellos lo que no queremos ver en nosotros mismos: el miedo al olvido, a la desaparición, a que todo lo que construimos acabe en escombros."— Dr. Luis Díaz Viana, antropólogo del CSIC
Hoy Ochate sigue atrayendo a visitantes, pero de un tipo muy particular. Cada fin de semana, grupos de «investigadores» llegan equipados con detectores de campos electromagnéticos, cámaras térmicas y grabadoras de psicofonías. Dejan ofrendas extrañas junto a los muros de la iglesia. Graban vídeos para YouTube donde susurran teorías sobre portales dimensionales. El pueblo, que fue abandonado por razones perfectamente explicables, ha sido reocupado por narrativas que lo convierten en otra cosa.
Hay algo revelador en este fenómeno. El antropólogo Luis Díaz Viana, que ha estudiado los procesos de mitificación del espacio rural, señala que los pueblos abandonados funcionan como «heterotopías del miedo»: lugares donde proyectamos ansiedades colectivas que no encontran expresión en el mundo racionalizado de las ciudades. En cierto modo, Ochate sigue cumpliendo una función social. Ya no produce trigo ni cría ganado, pero produce historias. Y las historias también son una forma de habitar.
Visité Ochate una tarde de noviembre, cuando la niebla cubría el valle y las siluetas de las ruinas parecían flotar sobre un mar blanco. No vi fantasmas ni escuché psicofonías. Lo que sí percibí fue una extraña tensión entre el lugar físico —piedras, musgo, silencio— y las capas de ficción que se le han superpuesto. Cada grafiti en las paredes, cada vela consumida junto al altar, cada muñeco inquietante dejado por algún visitante previo, eran recordatorios de que este pueblo ya no se pertenece a sí mismo. Ha sido colonizado por la imaginación ajena.

El castellano tiene palabras para los matices del vacío. Un breve glosario sentimental.
Soledad. Del latín solitas, el estado de estar solo. Pero en castellano la palabra ha adquirido una densidad emocional que trasciende su etimología. La soledad puede ser buscada (el ermitaño) o sufrida (el exiliado). Puede ser productiva (el escritor en su estudio) o destructiva (el anciano que nadie visita). Los pueblos abandonados habitan todas estas soledades simultáneamente.
Añoranza. Del catalán enyorança, que a su vez viene del latín ignorare: no saber, desconocer. Añorar es echar de menos algo que está ausente, pero también implica un cierto desconocimiento: añoramos lo que ya no podemos verificar con los sentidos, lo que solo existe en la memoria y, por tanto, ha empezado a transformarse en ficción.
Barbecho. La tierra que se deja descansar para que recupere fertilidad. Un abandono provisional, programado, esperanzado. Los agricultores sabían que agotar la tierra era condenarla; que retirarse a tiempo era condición para volver. ¿Y si pensáramos los pueblos abandonados como barbechos? ¿Y si el vacío fuera preparación para algo que aún no sabemos nombrar?
Duelo. Del latín dolus, dolor. El proceso de aceptar una pérdida. Freud distinguía entre duelo (saludable, finito) y melancolía (patológica, interminable). Los pueblos abandonados nos confrontan con duelos colectivos que nadie ha procesado del todo: el duelo por el mundo rural, por las comunidades que ya no volverán, por una forma de vida que el progreso declaró obsoleta sin preguntarnos si estábamos de acuerdo.
Hay arquitectos que han convertido la ruina en material de trabajo. El estudio RCR Arquitectes, Premio Pritzker 2017, lleva décadas construyendo en diálogo con lo que ya existía: sus edificios en la Garrotxa catalana incorporan muros antiguos, respetan las huellas del pasado, rechazan la tabula rasa del desarrollismo. «Construir no es borrar», dice Rafael Aranda, uno de sus fundadores. «Es añadir capas a un palimpsesto».
También hay artistas. Dionisio González crea fotomontajes donde los pueblos abandonados de la meseta son intervenidos por arquitecturas utópicas. Lara Almarcegui excava solares vacíos para revelar las capas geológicas bajo el asfalto. Fernando Sánchez Castillo esculpe casas rurales en miniatura que luego destruye metódicamente. Son formas de pensar el abandono que no buscan resolverlo, sino habitarlo de otro modo.
Quizá la pregunta no sea cómo repoblar la España Vaciada —un objetivo que, siendo honestos, parece cada vez más improbable— sino cómo relacionarnos con el vacío sin convertirlo en problema a resolver ni en escenario para nuestras fantasías. Cómo aprender de los lugares que ya no tienen función productiva pero siguen teniendo presencia. Cómo escuchar lo que el silencio tiene que decirnos.
El vacío no es la ausencia de algo. Es la presencia de otra cosa que aún no hemos aprendido a percibir.— John Cage
De regreso a casa, después de varios días recorriendo pueblos que ya no son pueblos, pienso en lo que John Cage escribió sobre el silencio: que no existe realmente, que siempre hay algo sonando si aprendemos a escucharlo. Quizá lo mismo ocurra con el abandono. Quizá estos lugares no estén vacíos sino llenos de algo que nuestras categorías habituales no saben nombrar. Llenos de tiempo sedimentado. De memorias que buscan quien las recoja. De preguntas que tardaremos generaciones en formular correctamente.
Las casas del silencio siguen ahí, esperando. No a ser rescatadas, quizá. Sino simplemente a ser vistas.
Esta ruta puede realizarse en 4-5 días partiendo de Madrid. Matavenero y Granadilla están a unas 4 horas de la capital; Ochate queda más al norte, cerca de Vitoria. Recomendamos alquilar coche y planificar alojamiento en Ponferrada (para Matavenero), Plasencia (para Granadilla) y Miranda de Ebro (para Ochate). La mejor época es primavera u otoño, cuando la luz es más favorable para fotografía y las temperaturas son moderadas.
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