Espacio SOLO Madrid: Donde las máquinas aprenden a soñar
Un viaje al corazón del arte digital, donde la inteligencia artificial crea rostros que nunca existieron y el futuro del arte ya ha llegado. Literatura, tecnología y preguntas sin respuesta en el palacio frente a la Puerta de Alcalá.
Jorge Sánchez
1 min de lectura
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Hay un momento, justo al cruzar el umbral, en que el siglo XXI te golpea de frente. No es un museo. No es una galería. Es algo que todavía no tiene nombre, un espacio donde la inteligencia artificial sueña en colores que los humanos nunca imaginaron.
Espacio SOLO ocupa un edificio histórico frente a la Puerta de Alcalá, pero dentro no hay nada histórico. Dentro hay futuro. Un futuro inquietante, hermoso, perturbador. Un futuro que ya ha llegado pero que la mayoría aún no ha visto.
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Cuando las máquinas aprenden a soñar
La Colección SOLO nació de una obsesión: coleccionar el arte que nadie más coleccionaba. Mientras las grandes fortunas pujaban por Picassos y Basquiats, Ana Gervás y David Cantolla empezaron a comprar algo diferente. Algoritmos. Código. Obras creadas por redes neuronales entrenadas con millones de imágenes.
El espacio donde la tecnología y el arte convergen
Al principio, el mundo del arte los miró con escepticismo. ¿Arte creado por máquinas? ¿Eso es arte? Pero ellos siguieron. Compraron obras de Mario Klingemann cuando nadie sabía quién era. Adquirieron piezas de Refik Anadol antes de que llenara museos en todo el mundo. Apostaron por un futuro que ahora es presente.
Y en 2021, cuando la pandemia todavía acechaba, abrieron este espacio en el corazón de Madrid. No para guardar sus adquisiciones en almacenes climatizados, sino para compartirlas. Para provocar. Para hacer preguntas que la mayoría ni siquiera sabe formular.
Rostros que nunca existieron
La primera sala te detiene en seco. Una pantalla muestra rostros humanos que parpadean, sonríen, fruncen el ceño. Son perfectos. Demasiado perfectos. Y ninguno de ellos ha existido jamás.
Mario Klingemann, el artista alemán que lleva décadas explorando la frontera entre humano y artificial, ha entrenado redes neuronales con millones de fotografías de rostros reales. El resultado son estas caras imposibles: personas que nunca nacieron, que nunca morirán, que existen solo como ecuaciones matemáticas manifestadas en píxeles.
Los retratos de Klingemann cuestionan nuestra noción de identidad
Te acercas. Buscas el defecto, el fallo que delate la mano de la máquina. Pero no lo encuentras. O peor: lo encuentras y no estás seguro de si es un error del algoritmo o una imperfección humana que la IA ha copiado demasiado bien.
Esta es la pregunta que persigue Klingemann: ¿Qué nos hace únicos? ¿Qué nos hace humanos? Si una máquina puede crear un rostro indistinguible del real, ¿qué significa ser real?
El artista y su herramienta
Hay un debate que recorre las salas sin decirse en voz alta. ¿Es esto arte? ¿Puede ser arte algo creado por un algoritmo? La respuesta de SOLO es inequívoca: la pregunta está mal formulada.
Porque el algoritmo no crea solo. El artista entrena la red neuronal, selecciona los datos de entrada, ajusta los parámetros, cuida el proceso durante meses o años. El resultado final es una colaboración entre inteligencia humana e inteligencia artificial. Como siempre ha sido el arte: una colaboración entre el artista y sus herramientas.
Miguel Ángel no talló el David con las manos desnudas. Usó cinceles, martillos, herramientas que otros habían inventado. Los impresionistas no pintaron con los dedos. Usaron pinceles, lienzos, pigmentos industriales que revolucionaron el color. Cada época tiene sus herramientas. Esta época tiene redes neuronales.
Lo que distingue al artista del técnico es la visión. Y en SOLO, la visión está en todas partes. En la selección de artistas. En la disposición de las obras. En el diálogo que se crea entre piezas que, a primera vista, parecen no tener nada en común.
Un palacio para el futuro
El edificio que alberga SOLO tiene más de un siglo de historia. Techos altos, molduras clásicas, ventanales que enmarcan la Puerta de Alcalá. Es el tipo de espacio donde esperarías encontrar retratos de nobles o paisajes decimonónicos.
En cambio, encuentras pantallas LED de resolución imposible. Proyecciones que ocupan paredes enteras. Sonidos que parecen venir de dentro de tu propia cabeza. El contraste es deliberado. Es un recordatorio de que el arte siempre ha sido disruptivo, que cada generación ha escandalizado a la anterior.
Los impresionistas fueron ridiculizados. Los cubistas, incomprendidos. Los expresionistas abstractos, despreciados. Y sin embargo, hoy sus obras cuelgan en los museos más prestigiosos del mundo. El arte digital de hoy será el clasicismo de mañana. O quizás no. Pero esa incertidumbre es precisamente lo que hace emocionante estar aquí, ahora.
Los que vienen a mirar
A diferencia de los grandes museos, aquí no hay multitudes. No hay colas. No hay guardias gruñones que te impidan acercarte. Puedes pasar minutos —horas— frente a una sola pieza, sin que nadie te apresure.
Los visitantes son de dos tipos. Están los que vienen buscando algo que ya conocen: arte digital, NFTs, la estética de las redes sociales. Y están los que vienen sin saber qué buscan, atraídos quizás por la ubicación, por el edificio, por la curiosidad de ver qué hay dentro de este palacio reconvertido.
Ambos grupos salen cambiados. Los primeros descubren que el arte digital puede ser profundo, inquietante, mucho más que imágenes bonitas para Instagram. Los segundos descubren un mundo que no sabían que existía, una forma de arte que desafía todo lo que creían saber sobre creatividad y autoría.
Lo que te llevas
Sales del edificio y la Puerta de Alcalá sigue ahí, inmutable, con sus doscientos años de piedra gris. Los coches pasan. Los peatones caminan mirando sus teléfonos. Madrid sigue siendo Madrid.
Pero algo ha cambiado en ti. Una semilla de duda. Una pregunta que no te deja en paz. Si las máquinas pueden crear belleza, ¿qué nos queda a los humanos? Y la respuesta que intuyes es más esperanzadora de lo que parece: nos queda elegir. Nos queda decidir qué queremos que las máquinas creen. Nos queda la intención, el propósito, el significado.
La IA no tiene deseos. No tiene sueños. No tiene nada que decir sobre la condición humana. Somos nosotros quienes le prestamos nuestra voz, quienes la usamos para explorar territorios que de otro modo serían inaccesibles. La máquina es el pincel. Nosotros seguimos siendo los pintores.
Espacio SOLO no tiene respuestas. Tiene preguntas. Y en un mundo saturado de certezas artificiales, un lugar que se atreve a preguntar es exactamente lo que necesitamos.
SOLO forma parte del nuevo Madrid cultural, ese circuito que conecta el arte clásico del Prado con las vanguardias del Reina Sofía y ahora con el futuro digital de espacios como este. Un Madrid que sigue reinventándose.
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