
Romper sin declarar la guerra: el arte de despedirse con calma
Cualquier ruptura sentimental parece, en un primer momento, el punto final de una novela que habríamos querido escribir de otra manera.
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Cualquier ruptura sentimental parece, en un primer momento, el punto final de una novela que habríamos querido escribir de otra manera.
Susana GilCualquier ruptura sentimental parece, en un primer momento, el punto final de una novela que habríamos querido escribir de otra manera. Sin embargo, la forma en que firmamos ese epílogo determina en gran medida el argumento de nuestros próximos capítulos. Viktor Frankl —quien sabía de pérdidas más que nadie— insistía en que la última de las libertades humanas es elegir la actitud con la que afrontamos lo que nos sucede. Aplicado al amor, esa libertad se traduce en optar por la paz, no por la batalla campal.
Pablo Neruda advertía que el amor es tan corto y el olvido tan largo. Prolongar la agonía de una relación que ya no funciona solo alarga el olvido: convierte la convivencia en un ring y deja moratones invisibles que tardan años en sanar. Detectar el “punto de no retorno” —cuando la cotidianeidad pesa más que inspira— permite despedirse antes de que la frustración se acumulen y las palabras se afilen. Piensa en ello como cambiar de ruta cuando el GPS anuncia atascos interminables: quizá tardes unos minutos en reaccionar, pero evitas horas de claxon emocional.
Decía Maya Angelou que la gente olvidará lo que dijiste, incluso lo que hiciste, pero nunca cómo les hiciste sentir. La escena de la ruptura se quedará grabada en la memoria del otro —y en la tuya— como una fotografía Polaroid; por eso conviene cuidar la luz, el encuadre y, sobre todo, el tono de voz. No se trata de ofrecer un discurso de empresa con bullet points, sino de hablar desde el “yo” y con compasión: explicar que tus sentimientos cambiaron, reconocer lo vivido y dejar claras las razones sin humillar ni hurgar. Es mejor una verdad serena que mil medias verdades gritadas.

Joan Didion definía el duelo como “una habitación en la que nunca has estado”. Al principio desorienta: un perfume en la almohada, un plato de más en la alacena, una playlist que ahora resulta incómoda. Conviene darte permiso para explorar esa habitación con calma. Llora si hace falta, pero no construyas tu casa allí. Agenda rutinas que te devuelvan al presente: deporte suave, comidas decentes, encuentros con amigos que no necesiten elegir bando. Y pon en modo avión el móvil cuando la tentación de enviar ese “¿cómo estás?” post‑ruptura se disfrace de cortesía; casi siempre es nostalgia buscando oxígeno.
No todas las despedidas son civilizadas. Si tu expareja responde con reproches o intentos de sabotaje emocional, recuerda las palabras de Epicteto: no nos hiere lo que nos dicen, sino la interpretación que hacemos de ello. Establece límites claros —bloquear si es necesario— y no entres a cada provocación; las guerras solo se libran si hay dos ejércitos dispuestos.
John Steinbeck escribió que “una noche oscura siempre termina en amanecer”. Convierte la ruptura en oportunidad de relectura personal: ¿qué patrones quieres evitar? ¿Qué parte de ti habías puesto en pausa? Apúntate a ese curso, planea el viaje pendiente, recupera hobbies extraviados. No para demostrarle nada a nadie, sino para reconectar con quien eres al margen de la pareja.

Terminar en paz no significa restar importancia al dolor; significa otorgarle un cauce digno. Es la diferencia entre dejar un jardín podado y cerrar la puerta de un cuarto incendiado. La paz es un regalo doble: al otro, porque le ahorra heridas innecesarias, y a ti, porque te libera de un equipaje que entorpecería tu próximo destino. Como recordó alguna vez Haruki Murakami, “cuando salgas de la tormenta, no serás la misma persona que entró. De eso se trata la tormenta.” Salir con serenidad sólo hace que el amanecer llegue antes.
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