
Por qué nos tropezamos a propósito
Si hoy estás leyendo esto con un café en la mano, es gracias a antepasados que sobrevivieron porque vieron problemas donde otros veían flores.
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Si hoy estás leyendo esto con un café en la mano, es gracias a antepasados que sobrevivieron porque vieron problemas donde otros veían flores.
Elisa SuárezSi hoy estás leyendo esto con un café en la mano, es gracias a antepasados que sobrevivieron porque vieron problemas donde otros veían flores. Nuestro cerebro aprendió a sobrerreaccionar al ruido entre los arbustos: era mejor pasar por cobarde que por cena. Esa hipervigilancia dejó huella. La psicología lo llama sesgo de negatividad: lo malo pesa más que lo bueno. Baumeister y colegas resumieron décadas de datos con un título contundente: “Lo malo es más fuerte que lo bueno”. Y la economía conductual de Kahneman y Tversky lo midió en números: perder duele aproximadamente el doble que lo que alegra ganar.
Este ajuste fino para la supervivencia explica por qué la mente se engancha al fallo, al agravio o a la duda. No es que busquemos sufrir por deporte, es que sin darnos cuenta damos más espacio mental a lo que puede salir mal. Ahí brota la idea, un poco provocadora, de que el ser humano tiende a la insatisfacción incluso en contextos seguros y prósperos.
Otra pieza del puzle: la mente divaga. Mucho. En un estudio con más de 2.000 personas y 250.000 muestreos en tiempo real, Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert encontraron que pasamos cerca del 47% del día con la mente en otra cosa. Y cuando la mente se va, el ánimo empeora. No por milagro, sino porque solemos viajar a futuros catastróficos o a rumiaciones del pasado. La “red neuronal por defecto”, activa cuando no hacemos nada en concreto, tiende a construir relatos y preocupaciones.
Esa deriva mental sirve para planificar, sí, pero si la usamos sin control se convierte en fábrica de infelicidad. En consulta y en estudios, la rumiación se asocia a depresión y ansiedad (Susan Nolen-Hoeksema lo mostró con insistencia). La frase con gancho de Gilbert —“una mente errante es una mente infeliz”— es un resumen bien afilado de un patrón general.
Otro malentendido moderno: pensar que la mente está diseñada para sentirnos bien. Evolutivamente, está diseñada para mantenernos vivos. Felicidad y supervivencia se solapan a veces, pero no son lo mismo. Por eso la adaptación hedónica nos juega en contra: nos acostumbramos con rapidez a los ascensos, a los juguetes nuevos, a la casa más grande. Brickman y Campbell lo llamaron la “cinta de correr hedónica”: cada logro nos sube un peldaño, y enseguida ese peldaño se siente como el suelo.
Si a la adaptación hedónica le sumas comparación social (Festinger), el cóctel está servido. Nunca tuvimos tanta visibilidad de la vida de los demás, y nunca fue tan fácil comparar nuestra cocina real con su foto con filtros. Los estudios sobre uso intensivo de redes y bienestar son complejos, pero hay hallazgos sugerentes: limitar redes a unos 30 minutos al día redujo sentimientos de soledad y síntomas depresivos en jóvenes universitarios (Hunt y colegas, 2018). No porque las redes sean “malas” per se, sino porque alimentan comparaciones constantes.
Otra fuente de desasosiego es la abundancia de opciones. Barry Schwartz popularizó la “paradoja de la elección”: hasta cierto punto, más opciones nos liberan; a partir de ahí, nos paralizan y aumentan el arrepentimiento. Si cada decisión tiene decenas de alternativas, cada elección es también un duelo por lo no elegido. La mente rumia para intentar no fallar… y se agota, lo que empeora la sensación de estar eligiendo mal.
Kahneman lo resumió con otra joya: la ilusión del enfoque. Sobrestimamos lo felices o infelices que nos hará un cambio concreto (coche, ciudad, pareja). Proyectamos un futuro brillante o sombrío según lo que hoy nos obsesiona. Luego la vida, mucho más rica, desmiente esa película.
No todo es biología. La cultura actual convierte la falta en motor de consumo: “te falta algo” sostiene muchos negocios. El algoritmo premia el sobresalto; la publicidad, la sensación de no llegar. Expuestos a mensajes que remarcan carencias, estas ocupan más espacio mental. No es culpa personal; queda abierta la pregunta de cómo diseñar dietas de información menos estridentes.
Aquí encaja aquella frase SEO que circula en búsquedas: “el ser humano y la constante búsqueda de la infelicidad”. Torpe, sí, pero apunta a algo: cuando no hay atención, la mente deriva hacia lo que duele y lo que falta.
No hay pócimas. La literatura científica, desde la psicología positiva que mide y corrige (Seligman) hasta los enfoques cognitivos inaugurados por Beck, ha observado una constelación de prácticas cotidianas que, en promedio, se asocian con menos rumiación y mayor estabilidad del ánimo. En los datos aparecen, una y otra vez, variables como el sueño suficiente, la actividad física regular en depresión leve y moderada (Blumenthal y colegas), la calidad de los vínculos y la exposición a entornos naturales, así como programas de atención plena como MBSR (Kabat‑Zinn) y ejercicios de gratitud y saboreo con efectos pequeños pero significativos (Seligman, Emmons y McCullough). También emerge el papel de la dieta informativa y del examen crítico de los pensamientos automáticos, tal como explora la terapia cognitiva. No es una lista mágica, sino un mapa estadístico: correlaciones y ensayos que describen tendencias, no mandatos. En paralelo, la evidencia clínica recuerda que los trastornos del ánimo son complejos y que la intervención profesional y, en su caso, la medicación, forman parte del cuadro cuando corresponde.
La palabra importa: experimentos, no promesas. En clínicas y estudios se han utilizado micro‑intervenciones breves para observar cómo varía el ánimo y la rumiación a lo largo de una semana. Ejemplos recurrentes incluyen cenas sin pantallas para registrar la calidad de la atención, “ventanas de preocupación” acotadas que permiten externalizar temores y organizar posibles acciones, o mensajes de agradecimiento precisos que iluminan la memoria de lo que sí sucede. No se presentan como recetas, sino como diseños mínimos para explorar relaciones causa‑efecto en la vida cotidiana y, con suerte, entender mejor el propio patrón.
Al cierre de los 7 días, mira tus notas como quien hace ciencia casera: ¿hubo relación entre lo que hiciste y cómo te sentiste? Si algo empeora o remueve de más, se suspende; la mente no es un gimnasio de heroicidades. El objetivo no es “ganar”, sino conocer tu patrón para orientar mejor la atención.
Daniel Kahneman, premio Nobel, decía que somos máquinas de historias, no de estadísticas. La mente narra para dar sentido, y esas narraciones tienden al drama porque el drama protege. Cuando el relato se ensancha y admite, junto al peligro, lo que funciona, la imagen de la vida se vuelve menos estrecha. No es un optimismo ingenuo, sino un encuadre más completo.
La alternativa a la búsqueda insistente de lo que falta no parece una sonrisa forzada, sino una sobriedad que reconoce baches sin convertirlos en identidad. En ese registro, la torpeza humana es esperable: fallamos, aprendemos, y a veces el error hace menos ruido.
La mente seguirá buscando lo que falta. De acuerdo. Aceptarlo es el primer paso para orientarla hacia lo que importa. Y lo que importa, al final, suele ser muy concreto: dormir bien, cuidar a los tuyos, tener un proyecto que te saque de la cama, moverte un poco, mirar el cielo de vez en cuando. Eso no vende tantos cursos, pero sostiene.
Si hay una idea para llevarse hoy es esta: la predisposición a la alerta no es un fallo moral, es un legado evolutivo. Reconocerlo no obliga a que la alerta dirija la orquesta. Cuando cambia el encuadre, cambia el paso: de anticipar el tropiezo a avanzar con un gesto más tierno y atento. No suena épico, pero suele bastar.
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